Por estas fechas siempre recuerdo mi primer viaje al extranjero en soledad. Fue a la ciudad de Brno (o Berno), la capital de Moravia, hace cosa ya de trece años. Allí pase un mes entero en un curso intensivo de museos patrocinado por la Unesco en la Universidad de Masaryk. Conocí a gente fantástica pero tanto el viaje como la estancia me llevó todo el tiempo a una sensación de extrañamiento, como si viviera dentro de una película y como si las cosas no me sucedieran a mí.
Recuerdo el primer día de viaje. Volé a Viena y debía ir a la estación de autobuses para llegar a la ciudad checa. Parecía más cercano el trayecto Viena-Brno que el de Praga-Brno, de ahí aquella extraña elección de escoger un aeropuerto en otro país. Pero a pesar de coger rápidamente un taxi perdí el autobús de las dos. Sin más remedio debía esperar al de las cinco y media. Así que me tocó dar vueltas y vueltas por la estación sin atreverme a salir de allí para no volver a perder el autobús de la tarde. Recuerdo lo que me entretuve en una librería y el pequeño diccionario español-alemán de bolsillo que allí compré. La hamburguesa en el MacDonald que me tomé mientras leía una revista en una mesa que compartí con un señor que a su vez leía un libro. Pero sobre todo recuerdo el pesado que me seguía por todas partes y que debía ser el camello de la estación. Allí donde entraba afuera que me esperaba.
La tarde caía y el tiempo pasaba tan lentamente... mientras, pensaba preocupada que iba a llegar a una ciudad checa desconocida donde a su vez debía coger un tranvía que me debía llevar a las afueras donde supuestamente estaba la residencia universitaria donde debía instalarme. No era la primera vez que estaba en Chequia pues había estado el año anterior... pero no había ido sola. Con lo cual sabía lo inquietante y decadente que podía ser la periferia de una gran ciudad checa y el aspecto casi militar y austero que tenían las residencias universitarias allí. Cuando mi ansiedad más crecía y el sujeto más se acercaba, vi a una chica llegar a la zona de espera, junto a un viejo autobús de un desvencijado color beis. Era rubia y pequeña y lleva un maletín de plástico que ponía Ministero per i beni culturali o algo parecido. Me acerqué a ella y cuál fue mi suerte porque aunque no, no era italiana, pues era letona, hablaba inglés e ¡iba a Brno al mismo curso que yo! Fue de los momentos que más alegría sentí en mi vida. Así que me pegué a ella como a una lapa y me contó que había estado el año anterior haciendo otra edición del curso aunque habían instalado a los alumnos en el centro de Brno. Debíamos buscar dónde estaba la desconocida residencia en la periferia de la ciudad morava. Al menos ya no sería una búsqueda en solitario para ninguna de las dos.
En la frontera entre Austria y la República Checa pararon el autobús y al entrar un policía cargado con metralleta me indicó con palabras incomprensibles que quitara el abrigo y le enseñara mi macuto. Entonces todavía sentí más alegría de poder ir al lado de una desconocida que ya sentía que era una gran amiga. Pero todavía creció más mi estima cuando al llegar por fin a Brno, ya de noche y sin un alma por las calles, aquel ángel de chica consiguió encontrar a una mujer que en ruso le explicó cómo llegar a la residencia. Con aquella oscuridad no se percibía el gris y el beis típico de la ciudad. Me recordó a los escenarios de una película de espías a lo Orson Wells.
Cuando por fin, tras tan largo día, llegué a mi habitación, sentí que había superado una gran prueba. Aquello había sido toda una proeza para mí. Al día siguiente en el desayuno me encontré una chica hablando en español... ¡era de Alicante! Estaba con un matrimonio portugués y también había unas chicas mexicanas. Fue en ese momento cuando por fin pude respirar porque me sentí más cerca de casa.
Brno es la ciudad donde nació mi admirado Kundera. Había releído
La insoportable levedad una semana antes de aquel viaje... puede que por ello estuviera más obsesionada de lo normal. Lo cierto es que percibía tristeza en el comedor universitario, en las calles... No dejaba de ser una ciudad un tanto decadente a pesar de los notables monumentos. Destaca por curiosidades como el
castillo Spilberk, fortaleza-prisión donde fue torturada mucha gente y que ahora era un museo. Por la cripta del monasterio de los capuchinos y la catedral de San Pedro y San Pablo. Por el
museo de anatomía de la universidad... Todo aquello acrecentó mucho más aquella zozobra que se instaló en mí desde el primer día. Pero también destacaba por el monasterio de Santo Tomás, donde estudió Mendel, quien desarrollara su famosa teoría de la genética, la plaza del Repollo o la
villa Tugendhat, arquetipo de la arquitectura racionalista de Mies van der Rohe y muchas maravillas más.
A la vuelta, mucho más feliz por todo lo aprendido, por los profesores y por los alumnos que había conocido, me recogió un coche particular que debía llevarme al aeropuerto de Viena. Lo conducía una señora muy guapa acompañada por un niño de diez años y por el guía checo que hablaba español. Él me contó que ella había sido una reconocida actriz que de esa forma se sacaba un dinero extra. El niño no paraba de mirarme en todo el viaje porque, según el guía, nunca había visto una "belleza tan exótica" como yo. De acuerdo que ellos eran rubios de ojos claros pero la verdad es que no me sentía tan diferente. Fue un viaje bastante agradable.
Así terminó mi estancia en Brno. Me gustaría volver de nuevo y visitar la ciudad más a mi aire, sin aquel sentimiento de extrañeza y de miedo a lo desconocido que tuve casi todo ese mes de septiembre del 96. Quién sabe...