"Sobre lo alto de la colina comenzaba a levantarse la luna, pálida aún como una ligera nube (...) Un bronco ruido de fuertes pisadas rompió el encanto de aquellos dulces rumores, como, en una pintura, el negro perfil de un roble o de un peñasco colocado en primer término rompe la armonía de los azules montes lejanos, de los suaves horizontes... Era evidente que un caballo galopaba por el camino (...).
No se trataba, pues, de duende alguno, sino de algún viajero que por el atajo se dirigía a Millcote. Pasó ante mí y yo dejé de mirarle; mas a los pocos instantes oí un juramento y el ruido de una caída (...) El animal había resbalado en el hielo que cubría el camino y hombre y caballo se habían desplomado en tierra. El perro acudió corriendo y, viendo a su amo en el suelo y oyendo relinchar al caballo, comenzó a ladrar con tal fuerza, que todos los ámbitos del horizonte resonaron con sus ladridos. Giró alrededor del grupo de los dos caídos y luego se dirigió hacia mí, como única ayuda que veía a mano. Era todo lo que él podía hacer. Yo, atendiendo su tácita invitación, me dirigí hacia el viajero, que en aquel momento luchaba por desembarazarse del estribo. Se movía con tanto vigor, que supuso que no se había lesionado mucho, pero, no obstante, le pregunté: ¿Se ha hecho daño? Me pareció que juraba de nuevo, pero no puedo asegurarlo. De todos modos, es indudable que profería para sí algunas palabras que le impedían contestarme. - ¿Puedo ayudarle en algo? - continué. "Quitándose de en medio"- contestó (...) A la última claridad del día y a la primera de la luna, pude examinar a aquel hombre. Bajo el gabán que vestía, podía apreciarse la vigorosa complexión de su cuerpo. Tenía el rostro moreno, los rasgos acusados y las cejas espesas. Debía de contar unos treinta y cinco años (...) Experimentaba una admiración teórica por la belleza, la fascinación y la elegancia, pero reconocía las escasas probabilidades de que un hombre que reuniese tales dotes me mirase con agrado sin ulterior mal pensamiento. Así, pues, si aquel viajero me hubiera contestado amablemente, si hubiera recibido con agradecimiento o declinado con amabilidad la oferta de mis servicios, seguramente yo me habría apresurado a alejarme. Pero su aspereza me hacía sentirme segura, y por ello, en vez de marcharme insistí: "- No le dejaré solo, señor, en esa forma y en este camino solitario, hasta que no lo vea montado". Me miró (...) - Usted no es, desde luego, una criada... - dijo. Lanzó una ojeada a mis vestidos, tan sencillos como siempre: un abrigo negro y un sombrero negro, no muy elegantes. Pareció quedar perplejo. Yo le ayudé a comprender: - Soy la institutriz. "- ¡La institutriz! ¡El diablo me lleve si no me había olvidado de...! ¡La institutriz!". Volvió a examinarme con la mirada. Luego comenzó a andar, dando evidentes muestras de que sentía fuerte dolores (...) Cogí mi manguito y me puse en marcha. El incidente había pasado ya para mí. Aunque poco novelesco y nada importante, había significado, sin embargo, un cambio, aunque breve, en mi monótona vida. Mi ayuda había sido solicitada y útil y me alegraba de haberla podido prestar. Por trivial que aquel hecho pareciese, daba alguna actividad a mi pasiva existencia, era un cuadro más introducido en el museo de mi memoria, y un cuadro diferente a los habituales, porque su protagonista era varón, fuerte y moreno."
Charlotte Brontë
, Jane Eyre (
1847).
Dedico esta entrada a mi amiga Athena (
Un blog y punto) y a nuestra afición por la literatura inglesa del siglo XIX. Escojo el párrafo en que se encuentran por vez primera Jane Eyre y el señor Rochester. Un momento mágico, trascendental en sus vidas. No lo sabemos todavía pero para él, según declarará más adelante, el encuentro es eléctrico y determinante. Un auténtico flechazo y uno de los episodios más románticos de la historia de la literatura.