(...) Y cuando la brisa nocturna, húmeda y cálida, que penetra por la ventana abierta cerca de mí, da tan extrañas formas a las volutas del humo, llevándolas hacia la mate oscuridad adonde no alcanza la lámpara de pantalla verde, me siento seguro de estar ya soñando. La cosa es grave entonces, pues esa seguridad suelta las riendas a la fantasía. (...)
Impresiones recibidas antaño por el sentido de la vista se renuevan de modo extraño, evocando los mismos sentimientos de entonces.
Con qué interés observo cómo se hace ansiosa mi mirada, tratando de captar aquel rincón en la oscuridad. Aquel lugar, del cual va decantándose cada vez con más claridad una luminosa imagen. Cómo la absorbe; o cree hacerlo, pero es feliz al mismo tiempo. Es decir, que se entrega cada vez más, recibe cada vez más, se alucina, fabrica su propio embrujo más... cada vez... más.
Y he aquí, con toda claridad, como entonces, la imagen, la obra de arte de la casualidad. Surgida de lo olvidado, recreada, configurada, pintada por la fantasía, esa artista de talento fabuloso.
No es grande, sino pequeña. No está completa en realidad, pero es tan perfecta como entonces. Pero se difumina infinitamente en la oscuridad, hacia todos los lados. Un todo. Un mundo... Tiembla en su interior la luz y una honda armonía sin sonidos. Ninguno de los alegres rumores exteriores puede penetrar. Exteriores no ahora, quizá, sino entonces.
Abajo deslumbra el damasco; motivos de plantas y flores cruzan, se redondean y se entrelazan. Sobre él, el plano transparente de cuya base se eleva esbeltamente la copa de cristal, llena a medias de oro pálido. Delante, soñadoramente extendida, una mano. Los dedos reposan, inertes, sobre el pie de la copa. Un anillo plateado abraza uno de ellos, y sobre aquél sangra un rubí.
Desde la delicada muñeca, el delicado crescendo de las formas que quieren ser brazo se borra en el conjunto. Un dulce enigma. La mano de mujer descansa, soñadora e inmóvil. Sólo en la parte de esa blancura mate que cruza blandamente el azul claro de una vena se percibe el pulso de la vida, existe el ritmo lento y violento de la pasión. Y al notar mi mirada, se acelera más y más, se hace más salvaje, hasta llegar al estremecimiento, y a la súplica: Déjame... Pero mi mirada gravita pesadamente, con placer cruel, como entonces. Gravita sobre la mano, en la que late temblorosamente la lucha con el amor, el triunfo del amor... como entonces... como entonces...
Lentamente se desprende del fondo de la copa una perla, flotando hacia arriba. Como la alcanza la luminosidad del rubí, llamea en color rajo de sangre y muere de súbito en la superficie. En este instante todo quiere desaparecer, como turbado, y por mucho que la mirada se esfuerce en revelar dibujando los suaves contornos.
Ahora desapareció; se perdió en la oscuridad. Respiro hondo, pues me doy cuenta de que eso lo había olvidado. Como también entonces...
Al echarme hacia atrás, cansado, me traspasa el dolor. Más ahora ya sé tan seguro como entonces: Tú me amabas realmente... Y es por eso por lo que ahora puedo llorar.
Thomas Mann, Visión (Estudio en prosa), 1893.
Imágenes: Giovanni Boldini.