El alumno japonés trae consigo tres cosas: una buena educación, un apasionado amor por el arte elegido y una veneración incondicional para con el maestro. Desde los tiempos más remotos la relación entre maestro y discípulo constituye uno de los lazos fundamentales de la vida, por lo cual entraña una responsabilidad del maestro que rebasa con mucho los límites de la materia que enseña.
Al principio, lo único que se exige del alumno es que imite concienzudamente lo que hace el maestro. Poco amigo de prolijos adoctrinamientos y motivaciones, este se limita a unas breves indicaciones y no espera que el alumno haga preguntas. Tranquilamente observa sus tanteos, sin esperar ni independencia ni iniciativa propia, y aguarda con paciencia el crecimiento y la madurez. Los dos tienen tiempo: el maestro no apremia, y el alumno no se precipita.
Lejos de querer despertar prematuramente al artista, el maestro considera como su misión primordial convertir al discípulo en un artesano que domine absolutamente su oficio. La incansable diligencia del alumno facilita el logro de tal propósito. Como si no abrigase aspiraciones más elevadas, se deja imponer la carga con sorda resignación, para descubrir con el transcurso de los años, que las formas dominadas ya a la perfección no oprimen sino que liberan.
Bungaku Hakushi-Eugen Herrigel, Zen en el arte del tiro con arco (1948)