Serena era delgada y de constitución pequeña, aun así, la elegancia de sus movimientos y la elección de su vestimenta y adornos le otorgaban un porte majestuoso. No se podía concebir mayor refinamiento. Como en todo lo que emprendía, también en ese aspecto aspiraba a la perfección. Sentía verdadera pasión por las cosas bellas y costosas, cualidad que, en más de una ocasión, condujo a Estilicón al borde de la ruina. Poseía además de manera natural lo que Proba, la madre de los Anicios (a menudo considerada como su rival) era incapaz de conseguir ni aún con la mayor dedicación y celo del mundo: intuición para las ciencias y gusto para las artes.
Quien no haya visto a Serena, leyendo o tocando la cítara, reclinada en su sillón entre las adelfas en flor, con su túnica de color amarillo y violeta de croco —con pliegues asimétricos del hombro a la cadera, de la rodilla a los pies, el cuello y los cabellos adornados con camafeos—, nunca sabrá en qué consiste la gracia de una romana de sangre azul.
Aun así, no era una mujer afable en la acepción habitual de la palabra; soberanamente generosa para con sus favoritos, soberanamente dura con los que perdían su favor, soberanamente caprichosa en lo tocante a ideas y deseos repentinos, y soberanamente arbitraria en la puesta en práctica de los mismos, como si ella fuese la única persona en este mundo.
Cada vez que alguno de sus amigos, tras convertirse al cristianismo, deseaba vender sus posesiones y dar el dinero a los pobres, Serena se apresuraba a ofrecerles una fortuna por sus palacios, jardines y tesoros. Estilicón, que no disponía de semejante suma de dinero, se veía obligado a anular la compra. A él se le tomaba a mal lo que a Serena se le había perdonado de antemano.
Hella S. Haase, Un gusto a almendras amargas, 1966.