... La señora de Winter solía usar el gabinete por la mañana.
(...)
Este era un cuarto de mujer, gracioso, delicado, el cuarto de alguien que hubiera escogido con gran cuidado cada uno de los muebles, para que cada silla, cada florero, cada detalle estuviera en armonía con el todo y con la personalidad de su dueña. Parecía como si hubiera puesto el cuarto diciendo: "Esto, para mí; y esto, para mí. Y esto, y esto también". Eligiendo entre los tesoros de Manderley todo lo que le había agradado, rechazando lo corriente y lo mediocre, eligiendo con seguro instinto únicamente lo mejor de lo mejor. No había allí mezclas de estilo ni confusiones de época y el resultado era de una perfección sorprendente y aun asombrosa, no fríamente severa como la del salón que se enseñaba a los turistas, sino lleno de vida, compartiendo algo del resplandor y la exuberancia de los rododendros que se estrechaban bajo la ventana.
(...)
Me senté al escritorio y me extrañó que aquel cuarto tan encantador y perfecto de colorido, fuese al mismo tiempo tan práctico, tan marcadamente eficiente. No sé, pero hubiera yo supuesto que una habitación como aquella, amueblada con gusto tan exquisito no obstante la exagerada profusión de flores, tenía que ser un lugar de belleza pura, íntimo y bueno para el descanso.
Pero aquel escritorio, aunque bellísimo, no era un lindo juguete donde una mujer se sentara a escribir cartitas, mordiendo la pluma y abandonándolo luego durante varias semanas, con la carpeta algo torcida. Las casillas interiores estaban marcadas: "Cartas pendientes", "Cartas para archivar", "Casa", "Finca", "Menú", "Varios", "Direcciones". Las etiquetas estaban todas escritas con aquella letra muy sesgada y picuda que yo ya conocía, y me sorprendió, casi me sobrecogió, al reconocerla, pues no la había vuelto a ver desde que quemé la página del libro de versos, y creí que nunca más la volvería a encontrar.
Rebeca, Daphne du Maurier (1938)
Pintura: Carl Larsson (1895)
Fotografía: Set de rodaje de la película Rebeca (1940, Alfred Hitchcock). Casa del embarcadero.
Paul Philidor, que en 1793 inventó la Fantasmagoría señaló: "No pretendo ser ni sacerdote ni mago. No deseo engañarlos, pero sé cómo asombrarlos".
Las fantasmagorías atrajeron al gran filósofo alemán Walter Benjamin y las utilizó para analizar su época y la de la segunda mitad del siglo XIX, el París de los pasajes de Napoleón III, aquella en la que vivió Baudelaire. El poeta francés cantó como nadie sobre la destrucción producida por la época moderna, consciente de las transformaciones del París de entonces. Un mundo cambiante, de aceleración del progreso y de las tecnologías, con su poder de seducción para muchos dadas las posibilidades infinitas, entre otras cosas, a lo relativo a los modos de gestionar la información y la comunicación o a las artes visuales que ya apuntaban a una auténtica revolución que se produciría mucho más tarde. Una época fantasmagórica, dominada por el fetiche de la mercancía.
"La imaginación es una facultad casi divina que percibe en primer lugar, fuera de cualquier método filosófico, las relaciones íntimas y secretas de las cosas, las correspondencias y las analogías", decía Baudelaire sobre el poder divino de la imaginación, en su estudio sobre Edgar Allan Poe. Su talento, al decir de Benjamin, nutrido de melacolía, era un puro talento alegórico.
Me ha dado por pensar en todo esto a raíz de la visión del extraordinario fotograma que aquí incluimos correspondiente a Un perro andaluz (1929) de Buñuel, en el que vemos a Dalí junto a una calavera formada con cuerpos de mujer.
Falta poco para que podamos ver, si es que al final encuentra canal de distribución, el ya casi eterno proyecto de Marilyn Mason, la películaPhantasmagoria: the visions of Lewis Carroll. Yo casi seguro que no la veré aunque no dejo de sentir una gran curiosidad (aquí el trailer más light, pues algunos de ellos están censurados). Imaginación seguro que no le falta. Mientras tanto..."Sweet Dreams".
Resulta que el árbol que frente a mi ventana se pobla de flores moradas cada mes de mayo se llama jacaranda, un nombre de origen guaraní.
Como a esta Wunderkammer le falta música últimamente (y ritmo, todo sea dicho de paso) pongámosle sonido a esta entrada... aunque no tenga nada que ver con la sombra morada del "jacarandá".
I came across a fallen tree
I felt the branches of it looking at me
Is this the place we used to love?
Is this the place that I've been dreaming of?
Oh simple thing where have you gone
I'm getting old and I need something to rely on
So tell me when you're gonna let me in
I'm getting tired and I need somewhere to begin
Carmen Tórtola Valencia (Sevilla, 1882 - Barcelona, 1955)
La bailarina de los pies desnudos.
Bajaban mil deleites de los senos
hacia la perla hundida del ombligo,
e iniciaban propósitos obscenos
azúcar de fresa y miel de higo.
Rubén Darío (1912)
Tus manos son cual dos palomas blancas
de tu hermosura en el radiante cielo
porque el poder de tus miradas francas
las detuvo en su vuelo.
Senderos son de gloria
tus dos brazos
y son tus manos
mágicas y bellas,
de esas dos cintas de sutiles lazos
dos broches de estrellas.
Pío Baroja (1914)
Tiene al andar la gracia del felino,
es toda llena de profundos ecos,
anuncian sus corales y sus flecos
un sueño oriental de lo divino.
Los ojos negros, cálidos, astutos,
triste de ciencia antigua la sonrisa,
y la falda de flores una brisa
de índicos y sagrados institutos.
Valle-Inclán (1922)
La vida de esta excepcional bailarina bien merece una novela o una película. He aquí una selección de algunos de los versos que le dedicaron los escritores de su época. Tórtola Valencia revolucionó la danza de su tiempo, fue coleccionista de arte precolombino, pintora y se cuenta que fue también una auténtica Mata Hari... Pero cuando se retiró a vivir a Barcelona le acompañó la mujer de su vida, oficialmente su secretaria, a la que llegó a adoptar como hija y a la que dio, entre otras cosas, sus apellidos.
Mi madre tenía una caja enorme de productos de Myrurgia que le regalaron en su boda y que ella guardaba con mimo. A mí me encantaba abrirla y trastearla, oler los jabones, destapar las botellas de colonia y sentir ese aroma como de antiguo. Hasta una enorme polvera tenía la caja aquella. Entonces registraba en los cajones de su tocador y me colocaba los collares, las rosas de tela en el pelo y la falda de vuelo. Quería ser como esa maja cuya imagen estaba inspirada en el inconfundible perfil de aquella bailarina de intrigante vida que entonces desconocía.
Desde hace tiempo deseaba escribir sobre una pareja de cine muy carismática y de auténtica matrícula de honor. Sobre todo de ella, la gran Vivien Leigh (Vivian Mary Hartle, 1913-1967), una de las más grandes actrices de todos los tiempos. Una mujer difícil y muy maltratada por su salud, sobre todo la mental, pues siempre estuvo aquejada de depresión maníaca y trastornos bipolares. Además, en las últimas décadas de su vida padeció una tuberculosis severa que sería lo que aparentemente acabaría con su vida. Desgraciadamente, no fueron muchas las películas rodadas para la gran pantalla, a pesar de sus grandes dotes interpretativas y su elegante belleza. Consiguió dos merecidísimos óscars, por Lo que el viento se llevó y por Un tranvía llamado deseo. En ambas películas interpretó a mujeres sureñas, aunque ella era inglesa.
Nacida en la India y criada como una auténtica princesa, fue enviada a Inglaterra con seis añitos donde fue dejada en un colegio de monjas en el que pasó su infancia. Allí forjó amistad con un gato y con la que también sería actriz como ella, Maureen O'Sullivan... Tanto en esa escuela como antes en la India se despertó en ella un profundo amor por el teatro. Cuando su madre volvió a visitarla dieciocho meses más tarde, la llevó a ver una obra en Londres y tanto le gustó que insistió en verla nada más y nada menos que ¡dieciséis veces! Se casó con diecinueve años con su primer marido -con el que tuvo a su única hija- porque se parecía a su actor favorito, Leslie Howard... En aquel entonces no sé si llegó a imaginar que algún día actuaría con él en una de las mejores producciones de Hollywood de todos los tiempos.
Cinco años más tarde quedó fascinada por Laurence Olivier (1907-1989), que por aquel entonces interpretaba a Romeo en los escenarios y que ya era el actor más famoso de Inglaterra, tanto en el teatro como en el cine. Ella consiguió un pequeño papel como dama de compañía de la reina de España en la película Fire over England (1937), donde el personaje interpretado por Olivier, que viajaba hasta Madrid enviado por la reina Isabel I, se enamoraba de la bella dama. El flechazo también ocurrió en la vida real... y durante veinte años no se separaron, aunque la relación fue siempre bastante tormentosa.
Laurence Olivier tuvo que ir a Hollywood en 1938 para interpretar el papel de Heathcliff en Cumbres Borrascosas y Vivien se marchó con él. Un año más tarde, ella, que acababa de leer el libro de Margaret Mitchell, Lo que el viento se llevó, insistió para conseguir el papel de Scarlett. Se reunieron con Myron Selznich, el hermano de David O. Selnick, la misma noche que se rodaba el famoso incendio de Atlanta. Por supuesto, se salió con la suya y a partir de aquel momento nació un auténtico mito. Ese mismo año él rodaba otro gran clásico de Hollywood, Rebeca (Alfred Hitchcock), donde interpretó uno de sus personajes más carismáticos, el enigmático Maxim de Winter.
Juntos rodaron dos películas más, 21 días (1940) y That Hamilton Woman (1940), una película de propaganda de guerra de la que hemos incluido un fragmento aquí. Pero la pasión por el teatro, especialmente de él, hizo que ambos se dedicaran los años siguientes a realizar giras por el mundo y que se establecieran en Londres, en el teatro propiedad de Olivier. Solamente hacían cine cuando necesitaban dinero.
La enfermedad mental de ella se agravó durante estos años, en los que sufríó varios abortos. Los momentos de profunda depresión se alternaban con los de exultante alegría y actividad. El matrimonio fue resintiéndose con el tiempo, hasta que en 1960 Lord Olivier se enamoró de la incombustible Joan Plowright. Se casó con ella, tuvieron tres hijos y estuvieron juntos hasta la muerte de él, en 1989. Vivien moriría en 1967 con cincuenta y tres años de edad, un nieto y un nuevo amor, el actor John Merivale. De su última película, El barco de los locos (Ship of Fools, Stanley Kramer, 1967), hemos incluido un fragmento, en la que, como no podía ser menos, está realmente fantástica. En él aparece bailando charleston y ¡fumando!
Según las crónicas de la época y las mismas memorias de Olivier, el actor, que estaba hospitalizado pues tenía problemas de próstata, fue corriendo a velar a su ex-mujer, y pidió quedarse con ella a solas para pedirse perdón "por todo el daño que se habían hecho". Él siempre declaró que la Leigh fue "el gran amor de su vida".
¡Qué gran mujer! En efecto, la vida con ella no debía ser fácil. Su hija nunca quiso hablar de su madre y siempre permaneció en el anonimato- la niña fue criada por su padre y su abuela. Vivien Leigh fue una de las mejores actrices, tanto del cine como del teatro. Laurence Olivier también, indudablemente, y nadie podría jamás olvidar aquellas cortas apariciones en grandes producciones que hiciera en su madurez, como el cónsul Craso en Espartaco. Pero aún así, yo me quedo con ella.
Ahora que Athena se encuentra en Williamstown me ha acordado especialmente de una estancia de trabajo en la que me fui de acompañante, allá por agosto de 2001, si no me falla la memoria. El lugar era espectacularmente bonito, como apuntan las fotos de la entrada, aunque de nombre un tanto impronunciable, al menos así, de primeras. En concreto se trataba de Nordfjordeid, un pueblecito al fondo de un fiordo noruego con unos dos mil quinientos habitantes, famoso por su centro de investigación matemática, el Sophus Lie Conference Center. El nombre del centro se debe al matemático Marius Sophus Lie (1842-1899), que nació allí, y cuyos estudios se centraron en la teoría de la simetría contínua aplicada a la geometría y a las ecuaciones diferenciales. He puesto un dibujo basado en un grupo de Lie en la entrada, así como un mapa exponencial de la Tierra, aplicación de un álgebra de Lie.
El mayor pasatiempo ofertado en aquel bello lugar eran los paseos y la escalada. Allí las montañas son paramentos verticales y los lugares de asentamiento a veces llegan a ser estrechos trozos de tierra junto a lenguas saladas de mar - recordemos la definición de fiordo: "un valle excavado por un glaciar que luego ha sido invadido por el mar, dejando agua salada. Normalmente son estrechos y están bordeados por empinadas montañas, que nacen bajo el nivel del mar" (Wikipedia). Con mi extremado vértigo las montañas quedaban descartadas y ante el límite de aquellas altísimas paredes los paseos no podían ser muy largos. Así que mis viajes a la librería de "Norfioraid", que así se pronuncia y que consistía en una larga calle bordeada de casas de madera, fueron contínuos, pues los libros se me acababan enseguida.
Lo mejor de todo fue el viaje. Tras la llegada a Oslo tomamos un autobús nocturno para llegar al pueblecito, en un viaje que duraba nada más y nada menos que nueve horas. Era una preciosa noche boreal de verano polar, en la que la noche nunca llega a ser del todo noche y en la que transitábamos por estrechas carreteras, túneles y transbordadores. Por supuesto, no me dormí en ningún momento, fascinada con lo que veía, bordeando todo el tiempo las montañas junto al mar. Había agua y verde por todas partes, algo que siempre nos entusiasma a las personas que hemos nacido rodeados de sequía y en la aridez. Recuerdo un estrecho y largo túnel entre montañas de duras pizarras de color negro que parecían espejos de ónice que bien podrían haber sido creados a golpe de martillo por el propio Thor, el dios del trueno. El paisaje era espectacular, una de las mejores viviencias que atesoro en la memoria. Lo que siento es no encontrar mejores palabras para describir aquella sensación.
Fue seguro el año 2001 porque el primer día en Oslo coincidió con los días previos a la boda del príncipe heredero noruego, Haakon, con la señorita Mette Marit. Se respiraba el ambiente festivo y me hizo mucha gracia el que sonara por todas partes el "Take on me" de A-ha, casi un himno nacional, en la melodía de llamada de los móviles. El viaje de vuelta, ya de día y también un espectáculo para la mirada, lo hicimos de nuevo en autobús pero esta vez a la ciudad de Bergen, donde debíamos tomar nuestro vuelo de vuelta. Bergen es otra preciosa ciudad noruega en la que me hubiera gustado estar más tiempo y que me gustó mucho más que Oslo, la que, por cierto, me sorprendió porque la esperaba mucho más grande. Ah, en Oslo aproveché para visitar la Nationalgalleriet y recuerdo el espantoso calor que allí hacía ese día de agosto, por lo que no dejamos de preguntarnos en todo momento que qué pasaba con el aire acondicionado, si es que existía, claro.
En fin, era otro recuerdo más que quería guardar en la Wunderkammer. Para concluir la entrada qué mejor música de fondo que el famoso "Take on me" de los A-ha.